A todos nos ha conmovido el deceso de Cristina Correa Álvarez, tras el incendio que destruyó su “ruco” en la noche del martes 21 de junio en el cerro Chiripilco, sector Orilla de Valdés en la comuna de Hualañé, pues fue una mujer que con su testimonio de vida anunció a Jesucristo a los más pobres, los preferidos del Señor.
Cristina tenía 91 años al momento de su partida y durante los últimos 36 vivió en las faldas del cerro Chiripilco. Muchos la recuerdan como la hermana del padre Enrique Correa, “el Huaso Correa”, otros dan testimonio de la cristiana que por su opción radical de estar en medio de los campesinos, compartiendo con ellos sus angustias y problemas, pero también sus esperanzas.
Búsqueda y opción
“En las faldas del cerro Chiripilco, en medio de espinos, caballos y ovejas emerge como un oasis el “ruco”, construcción de dos por dos metros de diámetros con piso de tierra, sin luz eléctrica, ni agua potable, y este ha sido el hogar por casi cuatro décadas de María Cristina Correa Álvarez, mujer misionera de 91 años oriunda de Santa Cruz, criada en una numerosa familia latifundista que decidió en su juventud vivir radicalmente el evangelio y la “opción por los pobres”. Sin duda, esta decisión no fue con premura, implicó un proceso de búsqueda vocacional que Cristina definió en tres momentos importantes: a) la muerte de su novio, b) la decisión de llevar una vida dedicada a Dios, y c) la decisión de vivir en un ruco en medio de los campesinos”.
“Fue en la década de los 80 cuando definió su misión concreta. En abril de 1980, en un escrito personal titulado “La Iglesia que yo sueño: la Iglesia de Jesús”, como parte de un retiro dado por el obispo de Talca Carlos González Cruchaga, María Cristina escribió: ‘Sueño una Iglesia pobre, como la de Jesús: Él no tenía donde reposar su cabeza, y sus discípulos iban con Él. Él los llamaba y lo seguían sabiendo que no tenía nada’”.
“Inició entonces la búsqueda de dónde poder concretar este ideario que debía reconciliar el testimonio, pobreza, acción misionera bajo la dimensión espiritual de la esponsalidad con Cristo propio -pero no únicamente- de la tradición de la vida consagrada femenina. Respecto a esto Cristina relata: yo quise conocer comunidades, pero ninguna calzó con lo que el Señor me pedía ‘compartir con los campesinos, correr la misma suerte’ eso es muy importante ‘compartir con los campesinos, correr la misma suerte’ […] Porque yo quería vivir con las mismas necesidades que la gente vivía, no quería tener más comodidades”.
Guiada por esta determinación decidió hablar con el Obispo: ‘Le conté lo que yo sentía a Don Carlos González. Como él era bien parco para hablar, hablaba poco, pero decía mucho, me escuchó y me dijo, ‘sea la que es Cristina’ nada más, ‘busque el lugar’. Y de ahí entregué mi vida al Señor sin papeles’. Iniciaba entonces una nueva etapa, que implicaría una nueva forma de concebir la misionalidad laical’.
Los campesinos
“El itinerario misionero de María Cristina lo inició en la Diócesis de San Felipe, luego Argentina, de nuevo en Chile siguió en Vilches y hacia el sector cordillerano de Molina, finalmente en La Orilla de Valdés de la costa curicana. Su determinación para vivir acorde a la vida campesina empobrecida significó un abandono material, monetario y recomenzar en cada lugar que se establecía. Tal carencia e inseguridad es recordada por la señora María González, habitante de la Orilla, quien describió la llegada de María Cristina a la zona en 1984: ‘La conocí cuando llegó a este cerro, hace 36 años, llegó con unas tablitas no ma’ un ruquito, después nos hicimos amigas, nos fuimos conociendo, pasaba pa’ mi casa, tomábamos tecito juntas (…) ella llegó con su espíritu de vida no más, no traía nada, nada que trajera que valiera 500 pesos en eso años, todos ayudábamos, venía pobre’”.
No es de extrañar entonces que María Cristina dimensionara la realidad campesina como un estado de pobreza, más aún de abandono e inseguridad, sujeto a la caridad comunitaria, al aislamiento y constante esfuerzo diario por subsistir: “yo quería tener la misma inseguridad de los campesinos. Por lo tanto, me vine a vivir sin ningún sueldo, sin ningún trabajo fijo, sin ninguna seguridad económica para vivir la misma inseguridad de los campesinos”.
La presencia de Cristina Correa posibilitó espacios de sociabilidad mediante el trabajo, la asistencia y la recreación: “Vendía hilito, agujas, crochet, traía ropita, los calcetines, calzón, era bonito. Así la fueron conociendo […] Ella visitó mucho a los enfermos, lo vecinos del sector, nos sirvió para poner las inyecciones, ella sabía, no podíamos ir al consultorio o no había quien, también trabajaba en el campo, ella sabe mucho de remedios, sabe para qué sirve cada uno. Ella parece que tuvo unos cursos, en el instituto rural, ahí aprendió. Todos íbamos donde la Cristi”, recuerda María González.
Una contemplativa
El ruco no es posible asociarlo a una casa con las dimensiones y exigencias actuales. En la década de los 80 reflejaba las construcciones campesinas: habitación pequeña, sin luz, ni agua, ventanas sin vidrios, piso de tierra, sin televisión, ni radio, etc.; sin duda con el tiempo, las condiciones económicas campesinas se transformaron y el ruco se convirtió en una fuente arquitectónica, un vestigio del avance de la urbanización y la adquisición de bienes de consumo. El ruco era conocido por todos, se convirtió en un lugar de encuentro y asistencia. María Cristina ya no solo era una misionera campesina sino también una “madre del desierto”, una contemplativa.
Lugar de encuentro y acción misionera
Otro grupo particular fue el de las mujeres campesinas, quienes no solo destacaron su estado de pobreza sino el acompañamiento y consejo de María Cristina en sus vidas. Con su llegada a la zona, se abrieron los canales de socialización y acompañamiento espiritual: “Ella fue aquí una gran misionera nos enseñó mucho a nosotros. Trabajamos en bordado, greda, muchas cosas en la comunidad. Ella trabajó, trabajó igual que nosotros, cortando uva, con los canastos en la cabeza. Esas cosas uno las agradece que otra persona de ajuera’ [sic] venga a levantarle el ánimo al campesino, que tire pa’ arriba, nosotras hacíamos cositas, hacíamos pan y lo vendíamos, nos unía, nos juntábamos todas, compartíamos y lo vendíamos”.
La presencia de María Cristina Correa significó mayor presencia eclesial, cohesión social y acompañamiento familiar y espiritual, tuvo una buena acogida por parte de los lugareños que la reconocieron como mediadora, consejera y solidaria.
Como alguien ha recordado, el obispo don Carlos González decía que Cristina “vive en independencia con calle libertad”.
La presencia de María Cristina Correa en medio de la vida campesina y canónicamente “sin papeles” en su ruco, fue un bastión inamovible de radicalidad evangélica e histórica, capaz de integrar en su forma de vida, los valores de los estados de vida consagrada - contemplativa, laical y activa- y la coherencia y/o compromiso social desinteresado por casi cinco décadas.
Extracto del estudio “SIN PAPELES”: EVANGELIO, POBREZA Y LIBERTAD. EL TESTIMONIO MISIONAL DE MARÍA CRISTINA CORREA EN EL CAMPESINADO MAULINO (1960-2021), de la licenciada en Historia de la Universidad Alberto Hurtado, Pilar Correa Villarroel, amiga de toda la vida de Cristina.