P. Luis Alarcón Escárate
Vicario Episcopal de Talca Ciudad y Pastoral Social
Capellán Universidad Santo Tomás Talca
“Jesús dijo a la multitud y a sus discípulos: Los escribas y fariseos ocupan la cátedra de Moisés; ustedes hagan y cumplan todo lo que ellos les digan, pero no se guíen por sus obras, porque no hacen lo que dicen. Atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras que ellos no quieren moverlas ni siquiera con el dedo. Todo lo hacen para que los vean: agrandan las filacterias y alargan los flecos de sus mantos; les gusta ocupar los primeros puestos en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, ser saludados en las plazas y oírse llamar <<mi maestro>> por la gente. En cuanto a ustedes, no se hagan llamar <<maestro>>, porque no tienen más que un Maestro y todos ustedes son hermanos. A nadie en el mundo llamen <<padre>>, porque no tienen sino uno, el Padre celestial. No se dejen llamar tampoco <<doctores>>, porque solo tienen un Doctor, que es el Mesías. El mayor entre ustedes será el que los sirve, porque el que se eleva será humillado, y el que se humilla será elevado” (Mateo 23, 1-12).
Hace unos días atrás vivimos una fiesta muy hermosa en la Iglesia y que pasa a pérdida por otro acontecimiento importante en la existencia humana. La Fiesta de Todos los Santos, que se ve opacada por el día de todos los difuntos. La invitación de Jesús a los hombres y mujeres del mundo es a ser “Santos como mi Padre y yo somos santos”. Nos quedamos muchas veces con la pura carga moral de cumplir mandamientos y eso nos hace mediocres en la vida entera, no solo en la parte religiosa de nuestra vida, por decirlo de alguna manera, ya que toda la vida de una persona creyente muestra a Dios. Cuando nos preocupamos de aprender mandamientos nos quedamos en un nivel de hacer únicamente lo que está mandado y no de manera muy amorosa, sino que tratando de hacer la tarea. Y ahí vemos un gran problema en la vida de los cristianos. Muchos tienen el deseo de obtener beneficios particulares por la vivencia de algunas buenas acciones puntuales pero que no marcan su vida de manera definitiva y profunda.
Los Santos, en cambio, son hombres y mujeres que han experimentado en su vida la mirada amorosa del Señor y se han dejado amar, respondiendo con amor de la misma manera en que aquél los ha amado y se han entregado con toda su existencia a irradiarlo. Siendo creativos y siempre abiertos a que muchos puedan recibir esa fuerza de vida. No se cierran en guetos, no se hacen grupos de amigotes o compadres, sino que tienen los brazos abiertos para que sean muchos los que puedan llegar hasta ese encuentro personal. Algo que hemos comentado mucho durante este año. El gran aporte de los santos es que han sido caminos para que el mundo encuentre el sentido en tiempos de gran oscuridad. Es por esa razón que muchos ¡sí! han sido padres, han logrado ser fecundos en su tiempo haciendo que las personas tengan el deseo de crecer, de esforzarse, de cambiar su mundo y su época para que crezcamos en humanidad, en esperanza, en alegría.
El evangelio de hoy nos pone sobre aviso en torno al acostumbramiento en la vida de fe. Por familiarizarse tanto con los textos de la ley, vamos perdiendo el valor de lo sagrado cuando no miramos hacia el infinito de lo que esa palabra significa y de lo que nuestra vida tiene de peso para muchos, especialmente los más sencillos, pobres y vulnerables como los no creyentes o ateos. Por ser demasiado simplistas y conservadores o en otras demasiado complicados y ultra revolucionarios, el Dios en el cual dicen no creer no es el Dios de los cristianos, se saben la materia, pero no la viven porque esperan que otros lo hagan primero. Y ahí los cristianos muchas veces quedamos en deuda, porque nuestro testimonio es frágil. Se lo dejamos a “los profesionales”, que son los consagrados, olvidándonos que son hombres y mujeres que viven en el siglo y que están propensos a los mismos vicios del tiempo en que les toca realizar su vida. Que importante será asumir una actitud humilde y dejarnos, todos, ayudar para ser coherentes y para irradiar la fuerza del Espíritu a todo el mundo. Ya que la predicación misionera es obligación de todos los que creemos en Jesús.
Trigésimo primer domingo del año, 5 de noviembre.