P. Luis Alarcón Escárate
Vicario Episcopal Talca Ciudad y Pastoral Social
Capellán Universidad Santo Tomás Talca
Durante la Última Cena, Jesús dijo a sus discípulos: “Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro paráclito para que esté siempre con ustedes: el Espíritu de la Verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Ustedes, en cambio, lo conocen, porque él permanece con ustedes y estará con ustedes. No los dejaré huérfanos, volveré a ustedes. Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero ustedes sí me verán, porque yo vivo y también ustedes vivirán. Aquel día comprenderán que yo estoy en mi Padre, y que ustedes están en mí y yo en ustedes. El que recibe mis mandamientos y los cumple, ese es el que me ama: y el que me ama será amado por mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré a él” (Juan 14, 15-21).
Nuevamente partimos con una escena en la cual Jesús habla a sus discípulos para quitarles el miedo. Son tantas las situaciones a las que una persona le teme. Y al parecer es uno de los más grandes demonios contra los que debemos luchar: Miedo a estar solo, miedo a no servir para nada, miedo a no lograr lo que me he propuesto en la vida, miedo a no tener las cosas que debieran hacerme feliz que ‘son las que se pueden comprar’, creen algunos; miedo a no ser reconocido, miedo a morir, etc. Infinitos miedos que nos paralizan y que nos impiden reconocer la presencia nueva de Jesús en medio de la comunidad.
La palabra de Jesús es muy clara: “No los dejaré huérfanos, volveré a ustedes”. Debiera despertar en todos nosotros una esperanza, una disposición a continuar con la misión encomendada para que sean muchos los testigos de esa presencia real, permanente, infinita.
Los amigos de Jesús han debido pasar por un crisol para comunicarnos con su vida esta verdad que hoy nos regala. Han tenido que comprender lo que la resurrección implica para las personas y para el mundo en el cual vivimos que no tiene nada que ver con la vuelta de los muertos a sus vidas pasadas, saliendo de las tumbas para encontrarse con sus mismas tribulaciones y con las mismas debilidades que seguramente los harán nuevamente morir.
El amor de Jesús hace que aquellos que confían en él logren un efectivo paso de crecimiento, superando las debilidades y fragilidades propias de lo terreno y nacen a la maravillosa experiencia de lo supremo, de lo universal y verdaderamente humano y divino que es la comunión íntima con el Dios Padre y su Espíritu Santo, en el cual cada uno se encuentra con su verdad, en la perfección; aquella que no se alcanza en un mundo limitado por las fronteras del tiempo y el espacio. La vida en el amor nos permite comprender que todo es vida, que todo es para bien de quienes han puesto su confianza en el Señor.
Esa relación se hace vida en el testimonio de amistad, de solidaridad y de compromiso verdadero con las realidades que gritan día a día. Aquellas que exigen justicia y dignidad. Las que están inscritas en la experiencia de desamparo que padecen tantos hombres y mujeres en poblaciones y campos, en grupos de adultos mayores abandonados o de jóvenes que no saben dónde desarrollarse. Los testigos de Jesús tendrán la mirada abierta para desarrollar sus talentos y para disponerse a servir en todos esos lugares en que escuchan ese grito de Cristo que sufre en la cruz y podrán responder como el Señor que ha estado atento a los dolores y peticiones de todos. Podrán actuar haciendo presente al Resucitado, lo podrán ver día a día caminando por calles y caminos, entrando a casas y hospitales, a todo lugar donde se requiere ese gesto, esa conversión y convicción de que ya no debemos tener miedo.
Al finalizar este comentario, quiero dar un saludo inmenso a todas las Madres. Nuestra oración por cada una de ellas en este día por su amor eterno, por su servicio generoso y a toda hora. Recordamos a las que ya están en la casa del Padre y a quienes continúan junto a nosotros.
Sexto domingo de Pascua, domingo 14 de mayo.